¿TE GUSTA LEER? ¿TE GUSTA ESCRIBIR?

En este blog te damos la oportunidad para que publiques lo que escribís: poesías, cuentos, frases, fragmentos de esa novela que hace tanto que guardás en un cajón. ¡Dale! ¡Animate! Solo se trata de dar el primer paso.



martes, 28 de septiembre de 2010

LA BARRERA HUMANA

            En una ciudad devastada, donde la mitad de los inmuebles permanecían suspendidos de carteles de venta o alquiler, dos hombres deambulaban taciturnos. Santiago arrastrando su único traje raído y anacrónico, Tomás oliendo a colonia de imitación pero en su bolsillo titilaba la luz mortecina de un minúsculo teléfono celular. Tan sólo quedaban esbozos de lo que habían conocido, rastros de recuerdos amordazados por el tiempo. No hablaban entre ellos, no se miraban, ningún sonido se colaba por los intersticios de sus cerebros. La ciudad los bastaba, los asfixiaba, los contenía. Esas mismas calles que otrora habían respirado esperanzas, utopías eran regueros de llantos, de protestas, de exclamaciones de algunos pocos, de los que todavía tenían voz para hacerse oír sobre el murmullo monótono de los elegidos que nada saben, nada quieren entender.
            En las veredas, los residuos de ciudadanos derrotados pululaban como una plaga. Nadie recordaba la hora de sacar la basura. ¿Quién tendría interés de hacer un supremo esfuerzo, acercarse al cesto y dejar caer un papel que iría solitario a depositarse en el fondo? Si es que el fondo no estaba agrietado, corrompido por la lluvia, el sol, la chapa de segunda mano o los adolescentes que no pudiendo contener su euforia o su bronca –o ambas a la vez– descargaban la furia contenida de sus futuros mutilados. Un futuro que no esperaban, que ni siquiera pretendían, porque ¿quién podía saber qué ocurriría mañana? ¿Quién les aseguraría la Universidad gratuita y para todos? ¿Aquellos que seguían vociferando soluciones apegados a un plan macabro que no tenía en cuenta que los números respiraban, sufrían hambre y frío, necesitaban curarse y caminar seguros sus primeros pasos de nación adolescente?
           Por única vez la mano izquierda de Santiago rozó la de Tomás y éste se sobresaltó como si a sus pies hubiese estallado una bomba molotov. Eran las doce del mediodía pero podrían haber sido las doce de la noche y  el panorama a su alrededor se mantendría incólume. Ya no había horarios para el temor. Antes de salir de casa podían reconocerse en el espejo, recordar los rostros queridos pero debían estar alertas, apenas cruzaban el umbral, el mundo era invadido: por extraños, potenciales homicidas a cara descubierta, portadores de armas de fuego o de entrecasa –en ocasiones un simple tramontina bastaba– cuyo objetivo podía ser confuso. Algunos intentaban despojar a la víctima de lo poco que tenía, quizás con la intención de alimentar a su familia; otros, bajo la influencia de alguna droga poderosa, creían navegar la quinta dimensión de un universo imaginario donde se podía comprar todo, consumir todo y además pertenecer al primer mundo.
            ¿Primero en qué?
            Ni hablar de trasladarse en auto, si es que aún podían llenar el tanque de nafta o gas oil ¿o mejor GNC? Porque de la cuatro por cuatro tenían que olvidarse, hacerse la idea de un auto más chico, era peligroso andar pavoneándose. Eso si todavía se pertenecía al mundo laboral porque si se estaba del otro lado, con la bici era suficiente. Así se ahorraban el engorro de advertir a los exiliados de la infancia, enchastrando el parabrisas por unas pocas monedas que por lo general ni conseguían, cuya única diversión consistía en ser hábiles para escapar al levanta vidrios automático que atrapaba la mano esquelética y huera, tan huera como la conciencia social.
            El cielo parecía haber envejecido, sus cuerpos también. Tenían treinta y ocho años pero eso alcanzaba para ser desechados en un mercado de veintiañeros.
Se detuvieron en un carrito apostado en medio de la plaza. Tomas pidió dos choripanes con chimichurri. El cuerpo del gordo que los atendía despedía humo y sudor. Su mujer –delgada hasta el paroxismo– ensimismada con las salsas, la lechuga, los tomates y los tres hijos que alborotaban a su alrededor, parecía responder a un mecanismo caprichoso. El mayor de los niños, de unos doce años, limpiaba las sillas de plástico con una rejilla percudida y ordenaba las latitas de gaseosas en la conservadora portátil. Las nenas se entretenían, detrás del tablón que hacía de mostrador, con un mazo de cartas ajadas y amarillentas.
            –Dos cocas –pidió Santiago y en el acto interrogó a Tomás con la mirada, éste hizo un gesto de asentimiento.
El chico le entregó las gaseosas y Tomás el dinero pero la mano que lo recibió fue la de la mujer que lo guardó de inmediato en el bolsillo del delantal rezumando grasa de chorizos.
Con el billete de cinco pesos llegaba a cubrir los gastos del día. De allí en más tenía que vender para el puchero, como siempre le decía su padre. ¡Pobre viejo!, bien muerto que estaba y sepultado gracias a Dios, ¡bah! a Dios no: al Cacho que había aligerado los trámites en la mortuoria porque si no todavía estaban dando vueltas por la ciudad con el cadáver a cuestas. Pensar que había agonizado dos meses enteros esperando el marca paso que nunca le enviaban de la obra social del estado. Y los muy malditos, una semana después que su viejo expiró, tuvieron el tupé de llamarla por teléfono para el turno de la operación. De todo le habían dicho a la pobre empleada que no tenía la culpa pero que de todas maneras tuvo que soportar su bronca y su dolor. También se había tenido que ocupar de los trámites: horas y horas fagocitadas en una habitación maloliente y enrarecida, ahogando el llanto, tragando con fuerza la saliva que se le espesaba en la garganta, pesando una tonelada. Y todo para qué, ¿para un pedazo de tierra donde poder descomponerse? Pero bueno había que pensar en positivo, como decía la Bety, ahora el carrito les pertenecía y ella era especial para los negocios. No le había costado demasiado esfuerzo convencerlo al Rulo para que agregara hamburguesas al menú y algunas mesitas y sillas de plástico para que los clientes estuvieran cómodos. Dentro de un tiempo sería como un bar al paso. Eso sí, tendría que ocuparse de todo porque al Rulo no le daba la cabeza. Al fin y al cabo era para los pibes, para el futuro de ellos, para que tuvieran algo con que arrancar, sobre todo en este momento que el panorama se ponía complicado.
Santiago y Tomás se sentaron en el banco de hormigón frente al carrito, que por la hora estaba atestado de gente. Tomás observaba a los chicos mientras comía, los compadecía pero deseaba con todas sus fuerzas que su hijo nunca tuviera que conformarse con tan poco. Aún tenía esperanzas, aunque cada vez en menor medida, de facilitarle las herramientas necesarias para que triunfara en la profesión que eligiera, para que al menos pudiera aspirar a una mayor estabilidad laboral. Pero tenía sus dudas, quizás en el mundo globalizado y sistematizado en el que su hijo se desenvolvería la idea de un trabajo para toda la vida fuera una quimera, tal vez el trabajo se transformaría en una presa buscada desaforadamente por los que aún podrían ponerse de pie. Pero no podía sentirse tan pesimista, no tenía motivos. Lo único que le restaba hacer era rogar que la crisis no lo rozara, mantenerse dentro del patrón de los afortunados.
Una maldición de Santiago atravesó sus pensamientos. Se había manchado con chimichurri el saco. Le alcanzó una servilleta de papel y en otra le escribió un número telefónico.
–Tomá –le acercó el papel arrugado–. Llamalo a Fernando esta misma mañana, decile que sos amigo mío. Seguro te encuentra algo.
No lo miró a los ojos, ni él mismo creía en sus palabras.
–Acá a la vuelta hay una cabina telefónica. ¿Tenés plata?
Santiago no contestó, se sintió humillado pero no dijo nada. Tomás le dio dos pesos.
–Después me lo devolvés.
Supuso que tenía que cerrar la frase con unas palabras de alivio, las prefabricó:
–No pongás esa cara, che. Son cosas que pasan todos los días, hoy sos vos, mañana yo. Pero vas a encontrar algo, quedate tranquilo –. Se puso de pie y se sacudió las migas del pantalón–. Llamame cualquier cosa, tenés mi celular ¿no?
Santiago asintió. No podía articular palabra. La generosidad de su amigo se le antojaba hipócrita.
–Bueno, tengo que volver al laburo, que tengas suerte –. Le extendió la mano, apenas la sujetó por unos instantes –. Chau, che.
Santiago no se levantó, permaneció absorto por unos instantes, se imaginaba a la deriva, sentía que las decisiones, las grandes decisiones de su vida no le pertenecían.
           Había dejado escapar su oportunidad, desperdiciándola. Quizá si se hubiese callado en los momentos precisos; si hubiese sido, como Tomás, un poco más agresivo; si hubiera hecho el curso de inglés que tanto le recomendaron...
Sólo le restaba trasladar su cuerpo agotado de aquí para allá como si en realidad fuera un autómata, una pieza de ajedrez desgastada y obsoleta. ¿Y qué le diría a Clarita y a las nenas?: que ya no habría más televisión por cable, ni colegios privados, que la cuota del club resultaba muy pesada para la economía del hogar, que tendrían que hacer nuevos amigos, cambiar de gustos, de ropa, de comidas. ¿Cómo podría? Él toda la vida había hecho sacrificios, estaba acostumbrado pero cómo se le explica a un hijo de diez años que hay que volver a empezar, ajustar los gastos y privarse de cosas que a todos nos gustan, que se necesitan para vivir porque la especie fue evolucionando: necesitamos bañarnos, usar jabón, dentífrico, shampoo...
Se puso de pie, debía hacer un esfuerzo. Extrañaba tener una obligación, las exigencias de cumplir un horario pero ya no habría para él jornadas de doce horas mal pagas, ni condiciones infrahumanas de trabajo, rivalidades desmedidas entre los compañeros, ni descréditos injustificados. No habría competencias porque el juego había terminado y cuando el juego termina ¿qué queda?
Caminar.
La ciudad pendía de un hilo delgadísimo: se presentía en la atmósfera que en cualquier momento iba a estallar; se atisbaba en los rostros tensos, en los ojos desorbitados; en las manos crispadas como elevando una plegaria al cielo, pero estaban conteniéndose. Porque se puede soportar pero hasta un cierto punto, ¿o el pueblo debe acostumbrarse a sobrellevar sobre sus espaldas el peso de toda una nación? Iban a salir en masa a tomar lo que les correspondía, a hacerles saber que estaban hartos, que éste era el final, que no jugarían con sus ilusiones y sus futuros. Era la clase adormecida que se ponía de pie.
            Santiago entró en la cabina telefónica, marcó el número: daba ocupado. Lo intentó una vez, una decena de veces hasta que respondió la voz del contestador automático. Quiso dejar un mensaje pero fue en vano, su propia voz hubiese sido un eco que le recordaría su exilio, el vacío de un alma que implora por un espacio que le es negado.
Abonó los veinticinco centavos y reanudó la marcha con lentitud. No tenía adónde ir. Estaba del otro lado, espectador de un mundo que de una zancada lo había extirpado. Sentía la sangre percutir en sus venas y no podía reconocerse. Ni la patria conseguía nombrarlo, en realidad nunca lo había hecho. La suya era una raza híbrida, determinante de la sangre de sus antepasados que espesaban la descendencia sin tener en cuenta el paisaje que observaban las pupilas, repitiendo la lengua materna, agregando modismos del país que los cobijaba pero sintiéndose siempre a la búsqueda de una identidad que se multiplicaba, se disolvía y juntaba polvo en el arcón de la abuela junto a los recuerdos del viejo continente. En la actualidad se estaban acostumbrando hasta a transitar sobre el abismo, prometiéndose que todavía había un suelo que oradar, un volquete que revolver, un portal en el cual cobijarse en caso de que el crédito del Banco dolarizado los invitara a abandonar el hogar.
Cuando la Revolución se hace cotidiana el respirar se vuelve saludable.
            Lo habían perdido todo: a Dios, la familia, el amor. A Dios en primer lugar porque ¿quién no se ha refugiado en una idea abstracta y superior alguna vez?, ¿quién no ha elevado oraciones al cielo aunque fuera de manera inconsciente? Pero resultaba que Dios era sordo o no existía, no se hacía cargo o peor aún: los dejaba a merced de ellos mismos que eran potenciales masoquistas. ¿Qué había seguido después: la familia o el amor?, ¿o ambos a la vez? Porque nadie puede pensar en el amor cuando no hay un techo para comer siquiera pan y cebolla, y el orgullo de ser uno mismo se va al traste junto con el compañero o compañera. De la familia ¿para qué hablar?. Era una saeta escarbando el alma: un hijo en Miami viviendo holgadamente, con el único inconveniente de que no puede salir del país porque está ilegal;  el otro en Europa desandando los pasos del abuelo, abjurando los sueños, las esperanzas de aquellos inmigrantes que fundaron la nación, esa nación de la que había que escapar porque las llamas acechan la nave y todos huyen apenas los roza el calor... Hasta la valentía habían perdido, la de mirarse por dentro y reconocerse en esas manos que eran las mismas que los habían sostenido de pequeños, las que les habían enseñado a ponerse de pie, a proyectar bien alto; esas manos diezmadas por el sacrificio, en pos de un futuro maravilloso que como un bumeran los regresaba a la tierra de sus ancestros.
            Una manifestación les cortó el paso. Era una masa de hombres, mujeres y niños  aunados por el silencio, en espera de una respuesta, de una reivindicación que demoraba en llegar.
            Tomás y Santiago, a una cuadra de distancia entre uno y el otro, se detuvieron impotentes –nervioso el primero, indiferente el segundo–, al acecho, para proseguir un camino, no importaba ya cual, no recordaban ya cual. Pero la multitud no avanzaba y se podía percibir –además de esas caras ovaladas, casi aplastadas; de las voces apenas susurrando: acallando a un niño, dando una orden tácita– un aroma, el olor nauseabundo de esos cuerpos que despedían pobreza.
            Mientras permanecía allí, dilatando el tiempo, suspendido en la corriente del espacio, Tomás se preguntó: cuando los autos ya no pasaran y la barrera humana no les sirviera de combustible ¿cómo se desplazarían? ¿Sobre las cabezas de quiénes podrían montarse, elucubrar semejantes discursos; teorizarían sobre la esperanza de quién? Se desesperó. Observó hacia la derecha, hacia la izquierda; no parecía tener fin. Miró el reloj, llevaba diez minutos de retraso, tenía que regresar a la oficina; no podía perder la perspectiva, ni la conducta, no debía cometer un error. Escrutó a las personas que estaban a su lado, esperando como él. Una señora le murmuraba a otra:
            –Fijate, ¡cuánta gente!
            –¿Quiénes son?
            –Desocupados. Es una historia de nunca acabar pero ellos también tienen derecho a protestar. Por eso, no hay que ostentar lo poco que uno tiene. Paciencia, pronto nos van a dejar pasar.
            Pero Tomás no la tenía, empezó a empujar, primero con suavidad, pidiendo permiso; luego optó por exigir, vociferar, maldecir. En un momento se encontró en el centro, rodeado de rostros que se le volvían ajenos, como la contracara de una moneda.
            –Necesito pasar –le dijo a una vieja que lo observaba a los ojos, le faltaba toda una hilera de dientes y tenía entre sus brazos un nene de pocos años, escuálido, se asemejaba a una larva–. Tengo que volver al trabajo. ¡Por qué no se dejan de joder! Así no solucionamos nada, hay que arremangarse para levantar el país, para dar de comer a nuestros hijos, para...
            El primer puñetazo fue el más doloroso: le astilló la mandíbula, después fue como penetrar en una fundición y ser parte del hierro mismo hasta doblegarse y desfallecer. Sintió que tragaba sangre, que la gente se arremolinaba a su alrededor, que lo asfixiaban.
            Santiago se desplazó paralelamente a la manifestación pero no pudo traspasarla, parecía infinita, se disolvía en el río como mimetizándose. El olor mismo se entretejía volviéndose único. Pensó que no distaba del que salía de sus poros. Se sintió reconfortado, reconocido, aceptado, nada lo excluía del grupo.
Estudió los rostros a medida que avanzaba, eran rostros atravesados de experiencias de vida, hechos inconcebibles para él. Sin embargo no podía dejar de sentir que existía un vínculo que los hermanaba en la desesperación, una corriente que los llevaba a la misma desembocadura, a un futuro incierto, dependiente de un sistema absurdo y cruel que no tenía en cuenta el tiempo de vivir y de morir, de enfermarse, de crecer, de educarse, que sólo reflexionaba sobre los logros económicos y que no tenía en cuenta el bienestar humano.
            Escuchó un clamor de voces a su espalda, como si la multitud hubiese estallado en un motín. Fueron apenas unos instantes luego regresó la calma, aunque era de una fragilida inestable. No se volvió. Caminó unos pasos y se tomó del brazo del que llevaba la pancarta, no alcanzaba a tener dieciocho años. A su lado algunos comenzaron a gritar frases intimidatorias contra el gobierno, instaban a los demás a sumarse. Alguien entonó las primeras estrofas del himno nacional.
Santiago elevó la voz, cerró los ojos y se dejó llevar.
©Mariela Mariuzza







Para recordar

Fue enterrar la pistola antigua del abuelo.
Encender los libros que pudieran rebelarse.
Desteñir la oveja oscura y adaptarse
a un Guernica de cuerpos destrozados.

Fue encerrar con puertas blindadas y cadenas,
recubrirlas de rocas y cemento,
a las ideas diferentes, al pensamiento
que ellos querían juzgar revolucionario.

Fue el silencio crecido en los miedosos.
Fue nohagasdigasnada considerado subversivo.
Fue secuestrar a cualquier militante activo
o sospechoso o cercano a un sospechoso.

Ahora treinta mil ladrillos y el recuerdo
quiere abrirse sin soldar la herida.
Ahora son héroes contra el homicida,
son patria destrozada por la historia.

©Carmiña Candido Daverio para “Crecer en el intento”

KARMA

            Hoy fue el día más largo de mi vida. Mientras grabo estas palabras enhebro los recuerdos como si fueran las cuentas de un rosario y la alegoría se vuelve un anatema. Por el resquicio de la ventana se cuelan las primeras luces del alba, pero las sombras, de lo que presiento será un ocaso perpetuo, no retroceden. Frente a mí la pequeña mesa desdibujada y sobre ella el frío acerado de la depuración. En el saturado mutismo desfilan las imágenes eclécticas que se abren paso hacia la conciencia y me entrego a ellas en un acto de contrición.
            Había concertado la cita por teléfono y la secretaria me había asegurado que al mediodía el consultorio no estaría muy concurrido. Fui preparado con una grabadora oculta en el bolsillo interno del saco. Cuando llegué me encontré con una sala de espera improvisada en un tortuoso corredor. Me acomodé en un sillón desvencijado y repasé mentalmente los datos que me habían dado en la redacción: el Doctor Leonardo Da Graco había llegado a la ciudad hacía seis meses; psicólogo expulsado por haber incursionado en técnicas alternativas, entre ellas la hipnosis y la precognición. Su pasado estaba envuelto en un hermetismo decoroso.
            Se abrió la puerta y el médico me indicó que pasara. Era bajo y robusto, su cabello le rozaba los hombros y le ocultaba en parte la cara. Cuando me senté, introduje la mano en el bolsillo del saco y mientras sacaba un pañuelo encendí la grabadora. El no pareció percibirlo. Estaba concentrado en el vaso que tenía en una mesita anexa. Al fin se decidió y bebió a grandes sorbos una sustancia de color ámbar. Parecía cerveza pero no tenía espuma. Con el vaso semivacío en la mano, levantó sus ojos y sentí que algo me traspasaba por dentro. ¿Llegaría a descubrir mi verdadera intención? Parecía estar en trance cuando tomó el anotador y garabateó una decena de palabras.
            –Te esperaba –me dijo y percibí su marcado acento portugués. El tono de su voz pareció despertar en mí una conciencia alterna narcotizada–. ¿Vas a contarme por qué viniste?
            Asentí dispuesto a continuar con la farsa.
            –Sufro de vértigo. Soy arquitecto y no puedo permitirme esta debilidad.
            Él hizo un gesto con la boca que interpreté como una sonrisa.
            –Eso no es cierto. Viniste a verme porque querés acallar ese sueño recurrente de la sangre y la mujer morena.
            Sus palabras me desconcertaron. ¿Cómo podía saberlo? Ya no pensaba en el artículo para el diario, ni el éxito de mi columna, ni en la grabadora que zumbaba amalgamada ahora con los latidos de mi corazón. Quería escapar de esa mirada que parecía tener la facultad de ahondar en los vericuetos más profundos de mi inconsciencia
–Usted está loco y no pienso continuar con esta conversación.
Me puse de pie pero no podía ocultar mi conmoción. Ese hombre parecía haber acabado con mi entereza profesional.
–Ya es tarde para escapar. Este encuentro fue prefijado hace siglos. No podés evadir
la ley de causalidad. Deberás redimirte. La violencia que has perpetrado se volverá en tu contra.
            Yo estaba paralizado; mis músculos ateridos no respondían a mi cerebro. Él fue más rápido. Sentí el leve rozar de la aguja sobre mi piel y después me derrumbé en un letargo inefable.
            He permanecido en este cuarto desde ayer. Él se ocupó de que mi tortura fuera absoluta; clausuró la puerta y la ventana y me sumergió en la oscuridad. Me niego a creer en sus palabras, sé que fueron el delirio de una mente enferma. Pero anoche soñé con ella. Estaba junto al hombre moreno y nuestro deseo se había vuelto evidente. No fue en defensa propia, ni por amor. Fue por impotencia. Ella le pertenecía y yo no podía remediarlo. Acabé con su vida en menos de un minuto. El puñal me dio seguridad y ventaja. Ella se arrodilló a su lado pero no pudo llorarlo. Su cuerpo empapado en sangre me asqueó y tuve que huir.
            He dilucidado el significado del sueño, ahora conozco el rostro del hombre que asesiné. Pero sé que no obtendré su perdón hasta que la ley se consume. Voy a acercarme a la mesa y tomaré el estilete y el círculo será cerrado y el manto del olvido me devolverá la paz.

©Mariela Mariuzza 








A mi preciosa Joya

No hay Joya por valiosa que pueda compararse
a tu gran brillante y único esplendor
no hay dinero en el Mundo que pague lo que vale
el carisma sagrado de tu bendito amor.

Y yo no soy joyero y menos matemático
pero en sicología yo no soy el peor
y he visto en tu semblante y tu dulce mirada
que brindando amor puro eres tu la mejor.

Porque salta a la vista que has sufrido en la vida
comprendiendo el valor de amar y ser amada
sintiendo en tus entrañas una inmensa tristeza
al recibir tu alma una acción no esperada.

Eso te ha hecho muy grande y de mucho valor
que su precio es pagado solo con sentimientos
que te hagan revivir esa ilusión perdida
regalando con creces los mas lindos momentos.

Por eso yo me atrevo a comprarte Mujer
porque pago con paz y amor sin condición
brindándote mi abrigo,mi pasión,y ternura
y te doy de propina mi noble corazón.

El Jilguero de Camaguey


El amor es la fuente que abastece la alegría que emerge el
corazón,tener un amor puro es la mayor riqueza del Mundo.
El Jilguero de Camaguey

lunes, 27 de septiembre de 2010

POESÍAS

Vago:

Vago por el mundo y es la búsqueda
de un centímetro de polvo o fortaleza.
Vago con estas incipientes raíces
empantanadas y portátiles.
Vago y en mi recipiente llevo
un granito de arena
y un terroncito de polvo
de cada lugar del mundo.
Quise más y me fue dado,
pero es más de lo mismo,
lo rechazo
y emprendo otro camino
aunque deba
Salir de este planeta por buscarlo,
aunque me obligue
retornar hasta el inicio y encontrarlo.

©Carmiña Candido Daverio.