¿TE GUSTA LEER? ¿TE GUSTA ESCRIBIR?

En este blog te damos la oportunidad para que publiques lo que escribís: poesías, cuentos, frases, fragmentos de esa novela que hace tanto que guardás en un cajón. ¡Dale! ¡Animate! Solo se trata de dar el primer paso.



sábado, 27 de noviembre de 2010

MELODÍA ANCESTRAL

            Estaba en éxtasis. Se sentía flotar en una nube densa y cálida. La habitación sombría y silenciosa se cernía a su alrededor produciéndole una sensación angustiante de claustrofobia.
            Sus sueños transcurrían en un valle cristalino. Se deslizaba por un lago congelado a máxima velocidad, mientras observaba las estrellas bailar una danza insólita.
            Al instante siguiente, la oquedad. Un sonido espeluznante penetró por sus oídos: innumerables instrumentos de viento y percusión combinados en una sucesión de notas musicales.
            Se detuvo en medio del lago. Sabía que era un sueño, sabía que era sábado y llovía, sabía que vivía en un barrio alejado del bullicio de la gran ciudad.
            Un súbito parpadear y ya estaba despierta. Adivinó los muebles, sintió la uniforme respiración de su perra, debajo de la cama, observó las pequeñas motitas de luz que se filtraban por las rendijas de la persiana. Era luz artificial. Aún no había amanecido.
            Se incorporó y agudizó el oído. Nada. El silencio era incoherente. Pensó que se trataba de un recuerdo del inconsciente fundido en danza y hielo, en valles saturados de estrellas y cielo verde hierba. Esbozó una sonrisa en la oscuridad y volvió a recostarse. Cuando se relajó, los sonidos repiquetearon en su mente. Volvió a abrir los ojos. Esta vez se sentía furiosa. ¿Quién podía estar haciendo tanto ruido allá afuera? Se acercó a la ventana pero no vio nada. Hizo un esfuerzo y escuchó... Escuchó como si fuera un acto vital. El sonido de los tambores se amalgamaba con las voces que tarareaban canciones herméticas. No pudo identificarlas. Eran voces en medio de un sábado lluvioso, en medio de una madrugada de un barrio por lo general taciturno.
            Se echó sobre los hombros un raído pullover y fue hasta el comedor. Abrió la ventana que daba a la calle. ¿Quién podía estar tocando bajo la lluvia? Algún loco, un borracho, tal vez, un enamorado de la oscuridad húmeda. Muy pronto comprobó que nadie estaba fuera esa noche. Con violencia, con rabia apenas contenida, abrió la puerta.
            Se detuvo en medio de la calle. No percibió la lluvia, ni la brisa otoñal. El viento se transformó en caricia y la lluvia en coraza. Sintió sus propias lágrimas correr por las mejillas y el espanto la alcanzó como un rayo. No había un ser viviente a lo largo de la calle, no había luz en ninguna ventana. Sus vecinos descansaban y nadie estaba de fiesta.
            Sin embargo en aquella esquina, en la puerta del viejo almacén, se escuchaban los tambores y las voces, las risas y el batir de palmas de personas que se habían reunido para cantar. Un grupo de personas inexistentes que no percibían la lluvia ni el viento, ni la noche.
            Como ella, que estaba detenida en la calle, en el tiempo. Como ella, que de pronto los vio. No era un sueño, ni una alucinación. Eran rasgos vagos, un tenue vaho de calor humano. Se acercó sin temor y el grupo se fue tornando más nítido. Experimentó una sensación extraña, como si flotara. Levantó el brazo para saludar y se sintió intangible, ingrávida. Se miró la punta de los dedos y se estremeció. No veía la carne, ni la piel, ni las uñas, ni el suave bello. Veía la calle y la vereda, y los árboles y el cielo; como si su propio cuerpo fuera un cristal. Siguió caminando hacia la esquina, tomó la quena que estaba en un rincón y ensayó unas notas primero y luego toda una canción. Una tonada ancestral que sonó extraña en su propia voz y fue como una música salida de las antiguas tolderías precolombinas.
© Mariela Mariuzza


EL CÍRCULO DE FUEGO

            Se movían con prudencia, a la deriva, entre el espeso matorral. La naturaleza parecía suspendida en un mutismo inmemorial. Eran jóvenes y buscaban un encuentro fortuito, un fugaz momento inolvidable.
            Siguieron un camino apenas delineado entre las ruinas de un antiguo y abandonado matadero. La noche y las estrellas se fundían en un mar tenebroso. Laura se apoyó contra la podredumbre de la madera que había formado parte del corral para el ganado; su mirada parecía querer devorar el firmamento. Mariano buscaba la manera de quebrantar su devoción. Pero ella sabía que no estaba en ese lugar para consumar sus instintos sino para escuchar las voces sagradas.
            Encendieron dos velas negras junto al eucaliptus más antiguo y esperaron las primeras luces de la mañana. Decía el viejo adagio que al amanecer retornarían los maestros herméticos a impartir la sabiduría a los elegidos.
            Cuando vieron descender la nave, Laura se estremeció de estupor y él escondió el rostro entre los pastizales. Fue una experiencia trascendental. Dos seres de luz los cubrieron de energía. Laura inclinó la cabeza y Mariano se ahogó en una exclamación sacrílega. A partir de ese momento ella dejó de pertenecerse y él anheló expulsarla de su organismo.
            Desandaron sus pasos entre las ruinas de un mundo genocida y volvieron a interconectarse en una muda simbiosis.
            La segunda cita fue aún más asombrosa. Salieron un sábado de madrugada, entraron a un pub y se sumergieron en los vahídos del alcohol. Luego subieron al auto en un éxtasis delirante. Él manejaba pero ella conducía. Cuando Mariano reconoció el lugar quiso retroceder pero Laura colocó su mano en el volante y se lo impidió.
            –Ni loco vuelvo –le dijo, y ella respondió con una sonrisa sarcástica.
            El lugar estaba intacto: el hedor de los abrevaderos, cada madera, cada tejido que había cercado el corral del ganado y en medio del terreno el círculo de fuego que había dejado la nave al posarse sobre el césped.
            Laura encendió las velas dentro del círculo y se sentó en cuclillas. Él se ubicó de pie, detrás de ella y encendió un cigarrillo. Laura no volteó la cabeza pero Mariano entendió que debía apagarlo. Lo hizo con fastidio y apretó los dientes para controlar las ganas. Su reloj marcaba las cinco cuando sucedió una vez más: el resplandor, la nave, los mismos seres rodeados de luz. Ella inclinó la cabeza y esta vez él les sostuvo la mirada. Vio que las cavidades de los ojos estaban vacías, comprendió que tampoco había nada debajo de esa piel olivácea y se estremeció de espanto. Iba a comenzar a correr cuando la observó. Laura parecía transmutarse en uno de ellos y Mariano sabía lo que iba a suceder, lo había visto en demasiadas películas. Por eso la asesinó con el hacha que encontró a pocos metros. No porque ella no quisiera ser suya sino porque se había rebelado a su raza.





© Mariela Mariuzza

APOSTASÍA

            Un par de aros de perlas sobre el tocador. El antifaz manchado de rouge, con el elástico desgarrado. El vestido hecho trizas en el ángulo opuesto de la habitación. Su rostro disuelto en lágrimas y rímel, frente al espejo que le devuelve una imagen fragmentada.
            Tiene quince años estériles y uno de vida. Tuvo una infancia inocente y un despertar a los sentidos. Ahora lo ha abandonado todo o tal vez ha corrido el velo del mutismo eterno. Ha deslizado las sábanas del lecho y se ha recostado con sus recuerdos para arrullarlos.
            Él violentó  la puerta y en su alucinación, dejó rastros del polvo supremo diseminado sobre la alfombra. Tomándola en sus brazos salieron al balcón y el aire sórdido de la ciudad traspasó su inconsciencia. Su mirada se detuvo en un retazo de cielo que como un aluvión de gaviotas se tiñó de mármol y enmudeció las estrellas.
            Él murmuró una plegaria apócrifa y ella desgajó su último respiro.
© MARIELA MARIUZZA


ACRÓBATAS

Las rodillas le molestaban
el desborde de los pasos faltantes
ocasionaba sobresaltos imaginarios
tantos lenguajes en embarcaderos poco usados
por el abrazo de su pies..
Primero creyó que era una broma
el discurso insomne de un paraíso simbólico
el aliento como aguardiente ejecutando catálogos
de vida,sobrevida
kilómetros de jazmín silvestre, semblantes de aguas
dijo, nunca se cruza dos veces el mismo río…
lo repitió para convencerse
igual titubeo…
desoyendo las leyes inmediatas de lo que debe hacerse
se inundo de alegría repentina
tomo las láminas que sostenían la armadura de escamas
y lentamente se despojo de equipajes paradójicos
que paralizaban el vuelo..
paso a ser equilibrista, contorsionista
ya no necesitaba el espacio telúrico de sus rodillas
somos acróbatas me dijo
somos, le conteste.

Claudia Ainchil