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sábado, 27 de noviembre de 2010

MELODÍA ANCESTRAL

            Estaba en éxtasis. Se sentía flotar en una nube densa y cálida. La habitación sombría y silenciosa se cernía a su alrededor produciéndole una sensación angustiante de claustrofobia.
            Sus sueños transcurrían en un valle cristalino. Se deslizaba por un lago congelado a máxima velocidad, mientras observaba las estrellas bailar una danza insólita.
            Al instante siguiente, la oquedad. Un sonido espeluznante penetró por sus oídos: innumerables instrumentos de viento y percusión combinados en una sucesión de notas musicales.
            Se detuvo en medio del lago. Sabía que era un sueño, sabía que era sábado y llovía, sabía que vivía en un barrio alejado del bullicio de la gran ciudad.
            Un súbito parpadear y ya estaba despierta. Adivinó los muebles, sintió la uniforme respiración de su perra, debajo de la cama, observó las pequeñas motitas de luz que se filtraban por las rendijas de la persiana. Era luz artificial. Aún no había amanecido.
            Se incorporó y agudizó el oído. Nada. El silencio era incoherente. Pensó que se trataba de un recuerdo del inconsciente fundido en danza y hielo, en valles saturados de estrellas y cielo verde hierba. Esbozó una sonrisa en la oscuridad y volvió a recostarse. Cuando se relajó, los sonidos repiquetearon en su mente. Volvió a abrir los ojos. Esta vez se sentía furiosa. ¿Quién podía estar haciendo tanto ruido allá afuera? Se acercó a la ventana pero no vio nada. Hizo un esfuerzo y escuchó... Escuchó como si fuera un acto vital. El sonido de los tambores se amalgamaba con las voces que tarareaban canciones herméticas. No pudo identificarlas. Eran voces en medio de un sábado lluvioso, en medio de una madrugada de un barrio por lo general taciturno.
            Se echó sobre los hombros un raído pullover y fue hasta el comedor. Abrió la ventana que daba a la calle. ¿Quién podía estar tocando bajo la lluvia? Algún loco, un borracho, tal vez, un enamorado de la oscuridad húmeda. Muy pronto comprobó que nadie estaba fuera esa noche. Con violencia, con rabia apenas contenida, abrió la puerta.
            Se detuvo en medio de la calle. No percibió la lluvia, ni la brisa otoñal. El viento se transformó en caricia y la lluvia en coraza. Sintió sus propias lágrimas correr por las mejillas y el espanto la alcanzó como un rayo. No había un ser viviente a lo largo de la calle, no había luz en ninguna ventana. Sus vecinos descansaban y nadie estaba de fiesta.
            Sin embargo en aquella esquina, en la puerta del viejo almacén, se escuchaban los tambores y las voces, las risas y el batir de palmas de personas que se habían reunido para cantar. Un grupo de personas inexistentes que no percibían la lluvia ni el viento, ni la noche.
            Como ella, que estaba detenida en la calle, en el tiempo. Como ella, que de pronto los vio. No era un sueño, ni una alucinación. Eran rasgos vagos, un tenue vaho de calor humano. Se acercó sin temor y el grupo se fue tornando más nítido. Experimentó una sensación extraña, como si flotara. Levantó el brazo para saludar y se sintió intangible, ingrávida. Se miró la punta de los dedos y se estremeció. No veía la carne, ni la piel, ni las uñas, ni el suave bello. Veía la calle y la vereda, y los árboles y el cielo; como si su propio cuerpo fuera un cristal. Siguió caminando hacia la esquina, tomó la quena que estaba en un rincón y ensayó unas notas primero y luego toda una canción. Una tonada ancestral que sonó extraña en su propia voz y fue como una música salida de las antiguas tolderías precolombinas.
© Mariela Mariuzza


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