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sábado, 27 de noviembre de 2010

EL CÍRCULO DE FUEGO

            Se movían con prudencia, a la deriva, entre el espeso matorral. La naturaleza parecía suspendida en un mutismo inmemorial. Eran jóvenes y buscaban un encuentro fortuito, un fugaz momento inolvidable.
            Siguieron un camino apenas delineado entre las ruinas de un antiguo y abandonado matadero. La noche y las estrellas se fundían en un mar tenebroso. Laura se apoyó contra la podredumbre de la madera que había formado parte del corral para el ganado; su mirada parecía querer devorar el firmamento. Mariano buscaba la manera de quebrantar su devoción. Pero ella sabía que no estaba en ese lugar para consumar sus instintos sino para escuchar las voces sagradas.
            Encendieron dos velas negras junto al eucaliptus más antiguo y esperaron las primeras luces de la mañana. Decía el viejo adagio que al amanecer retornarían los maestros herméticos a impartir la sabiduría a los elegidos.
            Cuando vieron descender la nave, Laura se estremeció de estupor y él escondió el rostro entre los pastizales. Fue una experiencia trascendental. Dos seres de luz los cubrieron de energía. Laura inclinó la cabeza y Mariano se ahogó en una exclamación sacrílega. A partir de ese momento ella dejó de pertenecerse y él anheló expulsarla de su organismo.
            Desandaron sus pasos entre las ruinas de un mundo genocida y volvieron a interconectarse en una muda simbiosis.
            La segunda cita fue aún más asombrosa. Salieron un sábado de madrugada, entraron a un pub y se sumergieron en los vahídos del alcohol. Luego subieron al auto en un éxtasis delirante. Él manejaba pero ella conducía. Cuando Mariano reconoció el lugar quiso retroceder pero Laura colocó su mano en el volante y se lo impidió.
            –Ni loco vuelvo –le dijo, y ella respondió con una sonrisa sarcástica.
            El lugar estaba intacto: el hedor de los abrevaderos, cada madera, cada tejido que había cercado el corral del ganado y en medio del terreno el círculo de fuego que había dejado la nave al posarse sobre el césped.
            Laura encendió las velas dentro del círculo y se sentó en cuclillas. Él se ubicó de pie, detrás de ella y encendió un cigarrillo. Laura no volteó la cabeza pero Mariano entendió que debía apagarlo. Lo hizo con fastidio y apretó los dientes para controlar las ganas. Su reloj marcaba las cinco cuando sucedió una vez más: el resplandor, la nave, los mismos seres rodeados de luz. Ella inclinó la cabeza y esta vez él les sostuvo la mirada. Vio que las cavidades de los ojos estaban vacías, comprendió que tampoco había nada debajo de esa piel olivácea y se estremeció de espanto. Iba a comenzar a correr cuando la observó. Laura parecía transmutarse en uno de ellos y Mariano sabía lo que iba a suceder, lo había visto en demasiadas películas. Por eso la asesinó con el hacha que encontró a pocos metros. No porque ella no quisiera ser suya sino porque se había rebelado a su raza.





© Mariela Mariuzza

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